Sólo bastó un momento para
acabar con todo. Demasiado corto para terminar con tanto. Una imprudencia, un
mal movimiento, una omisión, y todo lo que era nuestro mundo, se fue. Gritos,
lamentos, gente alrededor, y aún siendo todos extraños, la compasión nos
arropó. Desesperación, llamadas, miradas tratando de buscar lo que ya no había;
los cuerpos yacían entre el amasijo de metal y cuero, entre el silencio recién
instaurado. No había nada qué buscar, aunque quisiésemos; no había respuesta de
los rostros recién inmortales, que hasta hace segundos se rodeaban de sueños,
se bañaban en esperanza. Los minutos traen el lamento resignado de los
impotentes. La tranquilidad excesiva, el viento que canta melodías pasadas, el
calor temprano de la última mañana del cuento sólo nos ponen en el camino lento
e inevitable de la pérdida, de la extrañeza, de la negación de todo lo que
pueda construir ahora, en este momento de confusión.
Hace
poco pasé cerca de sitio, y no pude evitar se halado por las tres cruces
clavadas en el árbol marcado de ese camino, el único testigo presente del fin
de la historia, la única pieza del azar dispuesta ese día, para esos ausentes.
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