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lunes, 3 de septiembre de 2018

Credo insalubre


Creo en Dios, pero en ese que es a mi imagen y semejanza. Creo en el dios que me apoya y está siempre de mi lado, dándome ánimos, diciéndome que soy mejor que el de al lado. Creo en el dios que no me va a poner pruebas terribles para que “aprenda” o “tenga conciencia”: ese no es mi dios. Creo más bien en el dios que me proveerá comodidad, riqueza, bienestar, prosperidad, porque lo nombro a cada rato y le concedo la gracia que luego verterá de vuelta sobre mí. Creo en el dios que piensa como yo y que castiga al desatinado que esté en mi contra, por supuesto, porque estaría también en contra de Dios. Ese dios en el que creo no dejará que me equivoque nunca y hará que corrija, cada vez, al equivocado que me lleve la contraria. Mi dios no es el dios de todo el mundo. Mi dios es un dios bien particular, uno que sí me comprende y me da luz verde para usar cualquier medio para lograr mis objetivos porque, a fin de cuentas, a ese dios, a mi propio dios, me lo inventé yo.

Necesito un perdedor


Necesito un perdedor. Necesito uno, pero rápido. Necesito que alguien falle para sentirme superior, para sentir que soy mejor y hasta que le puedo aconsejar. Necesito ver que todo se hunda a mis derredores para sentir que me elevo. Necesito detonar explosivos en otras bases para quedar erguido, solo, en medio del desastre. No veo otra manera. La cosa está difícil. Mis fracasos se cuentan en tales magnitudes que no me queda sino hacer tropezar a otros, dificultarles el camino, cerrarles las puertas que todavía quedan bajo mi control, justo antes de mi extinción definitiva. Ganador es ganador, mi pana: yo no hice las reglas.