Qué vaina con el romanticismo. Qué vaina con
los gestos, con las miradas, con el verbo redondeado. Qué vaina con mirar un
paisaje y gastarse, involuntariamente, unas horas de tierna estupidez. Que
vaina que el ambiente no tenga más olores, las sugerencias invisibles que
nuestros sentidos sobrenaturales deban percibir. Qué vaina con lo que no se
dice, y aún así se escucha. Qué vaina con los que se comprende sin entender,
sin escuchar, sin estar. Qué vaina con la magia del silencio elocuente, de los
movimientos que deletrean una expresión de amor… qué vaina… ¡qué vaina!
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