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miércoles, 25 de junio de 2014

Asfixia mecánica y casi invisible

Él se quedaba con todo. No salía de nada de lo que adquiría. Acumulaba ingentes cantidades objetos que no desechaba después de usar, o, incluso, sin usar. “Es por si hace falta o para una ocasión especial”, decía. Pero nunca llegó la necesidad. Nunca llegó la ocasión especial que mereciera desempolvar lo que día a día se convertía en vejestorio. El proceso de auto-invasión avanzaba progresivamente, limitando, a cada minuto, los espacios holgados de su nido. Lo que al inicio era paso para la luz, para la brisa, para la frescura, se tornaba ahora en rincones enquistados de paquetes, de cajas, de bolsas y adornos rociados de polvo endurecido. Era impensable mover algo, cambiarlo de lugar para experimentar alguna novedad. El techo empujaba hacia abajo; las paredes, hacia sí. En aquel domicilio sólo se podía caminar por entre los recovecos y pasillos que dejaron años de entrada incesante de artefactos y enseres ya inútiles. Pasaban los años y ya no se pudo distinguir el piso y el techo de las paredes, y al fondo… la oscura silueta inmóvil de un hombre, aparentemente orgulloso de sus posesiones, cualesquieran qué éstas fuesen… total, ya ni siquiera las recordaba, a pesar de vivir sumergido en ellas, por ellas; en fin, esclavo de ellas.