Qué fácil es opinar de lejos,
disertar en ausencia. Desde unos centímetros de lejanía, hasta
miles de kilómetros distancia. Qué capaces lucimos con la pipa y
las piernas cruzadas, sin dejar hablar al otro de lo que aparentamos
estar seguros. Comprobar la veracidad da mucho miedo, por eso, me
quedo detrás de la reja de protección. Comprobar la verdad puede
ser desgarrador y nos podemos quedar ensartados en alguna causa, en
algún trauma, en alguna certeza inconveniente por ahora. Voy por el
segundo trago y me siento de lo mejor, saltando entre temas de los
que no sé mucho, pero cómo gozo argumentando. Sin bajar de la
burbuja blindada o sin querer subir a la racionalidad mínima, toda
la conversa se convierte en una ristra de estupideces, una mayor a la
anterior, buscando algún incauto que sea presa de nuestra elocuencia
afectada. Hablaré de tierra sin ensuciarme las manos, de muerte sin
acercarme al cadáver, de vida, sin acercarme a la alegría. Todo un
charlatán sin sueldo, que adoptará el oficio de hablar y hablar,
sin medir lo que dice, sin considerar por un momento que de alguna
forma hechicera, está envenenando de mentiras -blancas o no- la
realidad de quien pasa por enfrente necesitando creer.
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