Los cantos de los gallos y
el cacareo incesante de las gallinas, dicen cada día, que la expresión es lo
más importante. Sacar lo que se piensa, lo que se siente, hasta con cierto
adorno, con cierto ribete. Conocerse, acariciarse por dentro, saberse vivo y
comprometido con algo, con cualquier cosa, con lo más ridículo que uno pueda
soñar. Y mientras digo esto, miro hacia un lado, no sé si hacia abajo, y miro
rígidas fracciones de vida provocadas por necesidades más enfáticas, aún más
viscerales que las mías, que las que me empujan a decir tantas cosas, a dar
forma a mis más íntimos berrinches existenciales. Es otro tipo de hambre; es
otro tipo de incapacidad, más permanente, más imponente. Son paredes que no
muestran peldaños, que no dejan ver saliente donde apoyar el pié para
impulsarse y salir del encierro. Son ignorancias menos voluntarias, pero más
definitivas. Es el agua al cuello, es nariz y boca tapada, sin permitir algo de
aire pasear por la tristeza imperceptible, inconcebible, que vigila y controla desde
la oscuridad. No tengo argumento inteligente. No puedo apoyar en nada que se me
pueda ocurrir… la cuerda que agarra el cuello no da más, ni un ápice a favor de
nadie. Con mi capa no puedo arropar a nadie. Veo a todos desde lejos, pero con
tanto dolor ignorante de mi parte. Crecí en otro entorno. Crecí entre espinas
más redondeadas, más fáciles de esquivar. La indiferencia era entonces una
buena herramienta para crecer, para ver sólo los colores pastel, para escuchar
sólo los cantos de las aves y del agua al caer. Crecí en medio de una felicidad
que ahora me parece desconsiderada, burlona y silenciosa, que me parece
hipócrita; y lo peor, es que no puedo dejar de jactarme de ello, aún mirando y
oyendo los gritos del otro lado, los lamentos que no sé curar, las heridas que
tienen parte de mi nombre en algún lado que no deja de sangrar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario