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domingo, 5 de marzo de 2017

Se disparó el bicho...

La crisis solo multiplica lo que hay dentro, escuché. Como sabemos, si se multiplica por cero, dará cero. Si no hay nada dentro, al empujar la crisis, no resultará ninguna tara, retorcijón o crimen a la superficie evidente. El pobre es delincuente por su necesidad desmedida, ¿cierto?... ¿Y qué tal si hay un pobre diablo que resulta honesto, consecuente, auténtico? ¿Qué tal si existe lo contrapuesto? El germen reside dentro, al parecer. El factor multiplicable durante la crisis, según cuentan, no depende de la cuenta corriente. Según dicen, el bicho inoculado durante la historia compleja es susceptible de crecer por el efecto multiplicador de cualquier variable del ambiente. Aparentemente, no es solo una anécdota, un cuentico. Según dicen, es un sedimento que convive y que está dispuesto a asomarse para tomar el control cuando sea oportuno y expresarse ensordecedoramente al ser llamado a la acción. Entonces, ¿cómo quedamos con la moral aquella, con el cuentico aprendido, con los principios inyectados a carajazos, con lo que aprendimos y estamos dispuestos a defender?

Mejor nos olvidamos del tema…

Nada qué conquistar...

Llegué a ti y no hubo nada qué conquistar. La aproximación fue, en segunda instancia, errática, temblorosa, torpe por todo el cañón. No era que yo iba a adueñarme de algo que me pareció deleitoso, apetecible… un objetivo, pues. Llegué con barcas y armaduras, y me encontré con un jardín inofensivo. Quise clavar la bandera en la playa, pero más bien la solté antes lo que se descubría ante mis ojos. No había nada qué conquistar. Fue, simplemente, un sitio abierto a la paz, a dejarse caer en la arena. Sentí que la percepción de pertenencia significó entregarse. Sentí que las armas, las ropas, las intenciones, caerían al suelo húmedo y me dejarían dispuesto a recibir las caricias de quien bien me recibió. Cualquier esfuerzo por apertrecharme y resistir era inútil enfrente de lo que parecía acogerme sin condiciones, sin argumentos, sin peros… Después de un rato intenso para mis convicciones, para mis criterios firmemente establecidos, no pude sino dejarme caer y sentir las caricias destinadas a mis mejillas, a mi pecho, a mi cuerpo y más adentro... Después de unos instantes no pude seguir en mi estupidez y decidí que debía escuchar algo de lo que se decía.

Más nunca salí de allí…