La explosión acabó con todo. El dedo
pulsó el botón en un arranque de soberbia y el fuego se comió lo
que quedaba. No importó el color de tu bandera, la edad de tu hijo
menor ni lo bueno que fuiste. Lo último que se vió fue una luz
incolora, antes de la voladura de tu casa y las del resto. La
explosión no consideró si darte un chancecito para despedirte de
quien compartió contigo el proyecto de vida, o de quien te dió la
vida misma. Y yo que creí que la despedida sería casi poética,
desgarradoramente bonita... de gran producción, pues. Me imaginaba
encima de una piedra, salvando a mi familia, a mi patria, a mi
bolsillo. Pero nada, chico; todo fue tan rápido que me quedé con
las ganas de que alguien sostuviese mi mano en mi cama de siempre,
mientras todos me decían “te amo”. En fin, nada de eso pasó ni
pasará, porque desde esta nube en la que monté el chinchorro todo
se ve vacío y quemado donde solía pasear.
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