Bailemos. Bailemos ahora, si me lo
permites. Toma mi mano y caminemos hacia la pista. Aprovecharé de
ver tu figura mientras me arrastras boquiabierto al centro del lugar.
Dame la otra mano, abrázame, como he querido que lo hagas desde hace
meses. Miras alrededor antes de mirarme a los ojos, seguro para darte
tiempo de no mostrar la ansiedad que espero que sientas, tan igual
como yo. Tu mano tibia en mi mano izquierda; mi mano en tu cintura
tensa, al fin. Quisiera quedarme así unos minutos, pero no tengo más
remedio que deslizarme y hacerte girar para comenzar. Rozo tus
rodillas y tus muslos mientras te recibo con una mirada culposa y una
sonrisa que se las trae. Siento que buscas hundir tus dedos en mi
hombro a medida que avanza la pieza, sin darte cuenta de que delatas
tu intranquilidad entre mis brazos. Con un poco más de calor, te
acercas y te recuestas de mi pecho, dejando sentir el perfume de tus
cabellos en mi cara. Camino tu cintura con mis dedos y te acerco más,
a lo que respondes con un gesto que pronto desaparece, como
rubricando esto que dejó de ser una danza pública. Las luces
parecieron fenecer, la música se convirtió en lo que nos dió la
gana y el sudor en tus mejillas y tus hombros me ha sido otorgado
generosamente, mientras tu frente se levantan y con los ojos
cerrados, me besas con tu aliento más agitado. La música
desapareció y no haces sino clavarme tus pupilas, como buscando en
algún resquicio, algo que responda todas las preguntas que saltaron
en los últimos tres minutos. Así de simple. Así de terrible.
Un tango bajo la lluvia...
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