Era una criatura que
destilaba sensualidad. Su rostro mostraba una expresión como de siempre estar
esperando la cercanía, un roce. Su mirada, entre inocente y menos que eso, se
paseaba entre las caras del vagón y el paisaje que recién nos recibía fuera del
túnel. Después de haberse despedido de su compañera, permaneció de pié enfrente
de mi asiento y se entregó a una mirada perdida en la montaña que pasaba a lo
lejos, como desvaneciéndose en los minutos que restaban de viaje. No sé de
donde le salió; no sé si ella se fijó en que yo la miraba disimuladamente por
su reflejo en el cristal, y muy de vez en cuando directamente por encima de mis
lentes, pero muy lentamente y sin avisar mordió sus labios de juventud
incipiente. Sin poder evitarlo, clavé la mirada en su boca y apreté mis labios,
como correspondiendo, como cediendo ante la señal de travesura de su parte. No vi
si ella se dio cuenta, pero preferí mirar hacia afuera velozmente, mientras se
apagaba la chispa que saltaba de mis canas. En mi piel sentí que estaba metido
en un aprieto. Era incluso embarazoso el momento en que sus brazos levantados
no me dejaban mirar de nuevo aquella delicia de semblante. No quise evitar
mirar su pecho ligeramente vestido, su abdomen levemente velludo y sus caderas anchas,
tramposas. No me resistí a fantasear con ese cutis lozano, con esas piernas, sutilmente
arqueadas que dejaban acariciar sus pies entre sí. No podía evadir sentir el
perfume de su cabello en mi cara de ojos cerrados, mientras mis manos se
paseaban por su cintura esguinzada. La tomé por una de sus manos, la traje suavemente
a mis labios, y con ambos cuerpos recostados de la pared, le arranqué un beso
profundo, estremecedor, definitivo. En la proximidad, le preguntaba muy quedo
al oído algunos atrevimientos entre gemidos tenues, tímidos, y aún
escandalosos, escuché un estruendoso… “¡Estación Zoológico!". Caí de culo desde
la más alta de las nubes. Me estrellé contra la sobriedad de la peor manera. No
sé qué cara tenía yo. No sé si ella pudo siquiera imaginar que uno de los
pasajeros la había hecho suya en dos o tres kilómetros, sin su permiso, sin su
encomienda.
Después del timbre y el anuncio, no pude sino quedar recostado en el muro del andén, desconcertado, mientras
la protagonista de mi terrible ausencia se alejaba con la misma cadencia con la
que la imaginé desde el principio, hasta desaparecer en la escalera mecánica.
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