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jueves, 5 de enero de 2012

Criatura sensual


Era una criatura que destilaba sensualidad. Su rostro mostraba una expresión como de siempre estar esperando la cercanía, un roce. Su mirada, entre inocente y menos que eso, se paseaba entre las caras del vagón y el paisaje que recién nos recibía fuera del túnel. Después de haberse despedido de su compañera, permaneció de pié enfrente de mi asiento y se entregó a una mirada perdida en la montaña que pasaba a lo lejos, como desvaneciéndose en los minutos que restaban de viaje. No sé de donde le salió; no sé si ella se fijó en que yo la miraba disimuladamente por su reflejo en el cristal, y muy de vez en cuando directamente por encima de mis lentes, pero muy lentamente y sin avisar mordió sus labios de juventud incipiente. Sin poder evitarlo, clavé la mirada en su boca y apreté mis labios, como correspondiendo, como cediendo ante la señal de travesura de su parte. No vi si ella se dio cuenta, pero preferí mirar hacia afuera velozmente, mientras se apagaba la chispa que saltaba de mis canas. En mi piel sentí que estaba metido en un aprieto. Era incluso embarazoso el momento en que sus brazos levantados no me dejaban mirar de nuevo aquella delicia de semblante. No quise evitar mirar su pecho ligeramente vestido, su abdomen levemente velludo y sus caderas anchas, tramposas. No me resistí a fantasear con ese cutis lozano, con esas piernas, sutilmente arqueadas que dejaban acariciar sus pies entre sí. No podía evadir sentir el perfume de su cabello en mi cara de ojos cerrados, mientras mis manos se paseaban por su cintura esguinzada. La tomé por una de sus manos, la traje suavemente a mis labios, y con ambos cuerpos recostados de la pared, le arranqué un beso profundo, estremecedor, definitivo. En la proximidad, le preguntaba muy quedo al oído algunos atrevimientos entre gemidos tenues, tímidos, y aún escandalosos, escuché un estruendoso… “¡Estación Zoológico!". Caí de culo desde la más alta de las nubes. Me estrellé contra la sobriedad de la peor manera. No sé qué cara tenía yo. No sé si ella pudo siquiera imaginar que uno de los pasajeros la había hecho suya en dos o tres kilómetros, sin su permiso, sin su encomienda.
Después del timbre y el anuncio, no pude sino quedar recostado en el muro del andén, desconcertado, mientras la protagonista de mi terrible ausencia se alejaba con la misma cadencia con la que la imaginé desde el principio, hasta desaparecer en la escalera mecánica.

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