¿Y si después de todo, descubrimos
que nuestra vida estaba ya escrita? ¿Qué ya alguien se había encargado de
trazar nuestro destino? A ver… pensábamos que nos la estábamos comiendo con
cada decisión. Creíamos que existía la posibilidad de ser iguales y no más
quedados o adelantados que otros. Resultaría entonces que no éramos más vivos o
inteligentes, sino simplemente, que teníamos una tarea predicha qué llevar a
cabo. Sería un aburrimiento en retrospectiva, pensar que no importaba qué
soñáramos, qué nos trasnochase pensando, sufriendo, gozando, el rumbo era el
asignado… nada más. En ese caso, sólo nos quedaría juzgar la tarea que nos
tocó. En ese caso, sólo nos tocaría la nada desperdiciante tarea de saber si
nos hubiese gustado otra asignación, otro no sé… algo más. Me imagino a los
ochenta y tres (dado que pude leer mi tarea y cuándo terminará), muerto de la
arrechera, tal vez mirando al cielo, con mi cuaderno lleno, amarillo, engordado
de tanto manosear en mi mano izquierda, mientras señalo al cuaderno del vecino,
mucho más dulce, menos ampollante.
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