Fui injusto. Bastante injusto. Fui
desconsiderado, y ahora estoy a punto de no decir nada al respecto.
Estoy casi en puertas de una huida cobarde del compromiso. Estoy a
tiempo, pero no decido qué hacer, cómo entrarle al asunto, cómo
resarcir el embrollo que armé y que se me salió de las manos. Sé
que debo disculparme, pedir el perdón de quien me recibió y ahora
resulta herido. Sé que debo acudir a la decencia en la dificultad
-lo cual es muy duro-, pero no logro dar un paso en ese sentido. Y
aquí sigo, dubitativo, casi tembloroso, con el sollozo del que
abandona la escena y deja el cuerpo del delito detrás de los
matorrales cómplices, esperando que nadie lo descubra antes de que
un largo trecho esté de por medio. Pero lo hice. Lo hice de nuevo.
Aquí estoy ahora, detrás de la cortina, escuchando los lamentos,
las quejas, los epítetos merecidos; apreciando la injusticia de
manufactura propia de esta piltrafa en la que me he convertido.
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