No soy el mismo. No sé desde cuándo, pero ya no lo soy. De hecho, cuando
era “el mismo”, ya era distinto de lo que era antes aún. Parece que ser el
mismo nunca es cierto. Parece que ser el mismo es una mentira, una apariencia,
una casilla donde encerramos la resistencia al cambio inminente, a nuestro
pesar. Cambiar es la regla, aunque nuestras uñas queden marcadas en las paredes
del pasado; sigue siendo la regla, a pesar de el empeño desesperado en lograr
que una vida sea una foto, una imagen que no importa que pierda el brillo con
el tiempo. Es un gusto autoflagelante que consiste en consumirse por propia
voluntad, para después buscar culpa en la audiencia; es como conservar un plato
de comida exquisita por años, creyendo que siempre será irresistible. Es la
vana impresión de que podemos retener, por el resto de la vida, un intercambio
de miradas, el regalo de una sonrisa… vaya tontería.
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