Unos párpados que se cierran al fin, con un cargamento de causas pero
sin ninguna consecuencia. Un cuerpo que se marchitó por no decir, por no
gritar, por no sentir la caricia. Un corazón que quiso latir cuando ya era
tarde, cuando no era su tiempo, cuando ya el ocio le había confiscado el
derecho. Telarañas duermen donde debió haber fuego. Polvo de tiempo atado que
descansa sobre lo que parece nunca haberse agitado. Prejuicios de alguna
aleación saboteadora, perenne, que lograron su cometido, habitando en ese
escombro de gente, en los restos de un futuro. La tristeza sonríe con ojos
claros, enfermizos, jadeantes de vieja satisfacción – nada nuevo ya. El
aburrimiento pasea sin pasar, sin parar, sin abrir un agujero para poder ver
alguna luz, aunque sea desde lejos. Ya ni lamentos corren por esos escalones
sin huellas sobre si. Las lágrimas que quedan, quedarán, como siempre ocurrió.
Una última sonrisa, una última caricia, también será negada… como de costumbre.
La sombra en el piso no da más que temblores de eterna enfermedad. La oscuridad
del recinto no aguanta más quietud, más silencio, más derrota sin posible
venganza… porque es tarde y sólo queda el final del camino, si así se le puede
llamar.
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