Inventemos un problema y
peleemos. Inventemos un defecto adicional, y que comience otra cruzada de
pasión. Sé indiferente, y aplicaré mis cartas para esa jugada. Haz tus
berrinches y te miraré indescifrablemente, hasta que revientes de la intriga.
Golpearé la mesa mientras comes, para saberte sorprendida, impotente, y
entonces, furiosa sin remedio. Dejaré todo en medio del desorden vegetativo de
lo cotidiano, que, como montones de desperdicio, crece casi invisiblemente
hasta hacer imposible respirar. Hagámonos preguntas maliciosas mientras el otro
está de espaldas. Admiremos, por un momento furtivo, la piel apetecible del
enemigo, hasta caer en cuenta de la debilidad prohibida: párate derecho y
cierra la boca, que todavía falta lucha casi estéril, lo suficiente como para
oxigenar esta rutina que mata, esta tranquilidad que corroe como sarcasmo, como
castigo ante la petulancia de ser “felices”.
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