Una vez escuché a
Gabriel García Márquez decir que en su juventud leyó a Kafka, y al ver el
relato de que un hombre se convertía en insecto, se preguntó sorprendido, maravillado:
“¿Y eso se puede hacer?”. Afortunadamente, muchos mortales hemos tenido esa
sensación preciosa en algún momento, gozando de la nueva libertad que aporta
esa comprensión casi infantil. Y queda el buen sabor, queda el gustico de decir
“¿y eso se puede hacer?” varias veces en nuestras existencias, abriendo puertas
a esa senda una y otra vez, hasta ver que no había pared, hasta saber que eran
sólo la ilusión de la limitación a lo maravilloso de la creatividad. El niño
sigue mirando, absorbiendo, cayendo en cuenta de que es, cada vez en mayor
magnitud, dueño de su universo, de su creación. Por mala costumbre, los más
adultos, los más expertos, los más calculadores y portadores de sabiduría hemos
dejado esta revelación de la vida a un lado, no por no estar interesados, sino
porque la realidad que manejamos –si, esa, la ajena, la universal-, no nos
permite nuevos vuelos, nuevas formas de sonrisa, de sueño, de liberación. Pero no
todo está perdido; a veces, en las noches, en medio de mi silencio, puedo
sentir mi hada, casi borrosa, acercarse a mi oído y proponerme una travesura
poderosa. Ya vengo.
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