Al parecer, solucionar
un problema no se logra invirtiendo las condiciones –un ejemplo claro puede ser
el racismo-. La mala energía acumulada producida por el sufrimiento
indiscutible, por el abuso constante y sin descanso, sin embargo, no es el
mejor consejero. Es terriblemente tentador salir corriendo y linchar personas,
ideas, posturas, después de sufrir un rato. Lo más normal, dentro de lo
mejorcito, sería una depresión con el arma humeante en las manos manchadas de
sangre. En esa aritmética espantosa de tú me haces, yo te hago y ahora estamos
en paz, partiremos de un cero muy discutible, con la conciencia sucia y el
morbo satisfecho, a tratar de comprender qué justicia debimos asumir, a
intentar, infructuosamente, de justificar el crimen recién cometido. Todavía en
el mejorcitos de los casos, comprendemos que pusimos la torta, que no debimos disparar
a pesar de todo lo que sufrimos, y finalmente caemos en cuenta de que no somos
mejores que nuestro antiguo verdugo. El mejorcito de los casos, entonces, nos
garantiza la conciencia de nuestras responsabilidades, pero no la paz que tanto
necesitábamos al inicio de la historia, cuando recibíamos latigazos.
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