Pasaste
por la vida como una bestia irrespetuosa hacia el prójimo, hacia ti
mismo. Fuiste una bala rasante que hirió por omisión y dejó morir
retazos de su entorno. Pasaste circunspecto por entre manos ávidas
de atención y no volteaste, dejando fenecer, incluso, tu posibilidad
de salvación. Pasaste sin la reverencia mínima, sin gramo alguno de
humildad, pisando hombros, impidiendo defensas. Nunca hubo nosotros
para tí; sólo tú y tu espejo mentiroso, que te contaba cuentos
increíbles y que acogiste con la fuerza de la carencia. Decías
que no te importaba, pero después de mucho verte, seguirte y caer en
cuenta de tu soledad, supe que eras un animal pleno de tristeza,
rebosante de vacío revuelto, enceguecedor. Para concluir, y
rescatando los escombros de mi admiración fugaz hacia tí, te
concedo el mismo respeto que no tuviste a bien prodigarnos a
nosotros. Te perdono.
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