Me ganaré un premio de
millones. Lo presiento. Pero no pocos millones: muchos millones (muchos).
Compraré dos más de lo que tengo, pero más bonito, con más clase. Botaré mucho
de lo que tengo sin el menor de los miramientos, para disfrutar de la flamante nueva
vida. Muchos millones. Me mudaré, claro, a un sitio donde no conozca a nadie,
pero seguro seremos buenos vecinos y amigos, total, somos de la misma clase.
Daré a mis familiares cercanos un poquito que será mucho para ellos, para que
salgan de los líos que los agobian, de las incomodidades que los ha perseguido
hasta ahora. Mis amigos, ni se diga, estarán en mi casa porque viviré
invitándolos a que disfruten de mis nuevas e infinitas facilidades. Esto si
será vida. Le comenté a un amigo cercano de mi presentimiento, y lejos de
animarme, me comenzó a prevenir. Me preguntó con quién me la pasaría, si viviré
lejos. Me preguntó con quién me sentaría en la mesa de cada día, que con quién
iba a salir a pasear al bulevar, a comer arepas, empanadas, unas cervezas. Me
preguntó que cómo me cuidaría de los rufianes que podrían secuestrarme a mí o a
mi familia para vaciarme los bolsillos. Me preguntó tantas cosas, que no quedó
más remedio que ponerme a pensar; y después de darme cuenta de lo que
representó aquella conversación, lo que realmente estaba tratando de hacer el
pana, lo mandé pal carajo a ladillar a otro con menos visión.
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