Había una vez tu
moralidad. Había una vez tus ojos de juzgado inexorable. Había una vez tus
argumentos válidos, claro; tus ideas de lo correcto y tus argumentos bien
estructuraditos. Hubo una vez cuando eras juez y parte en el pleito que tú
comenzaste hasta hundir el puñal en los culpables. Hubo aquellas ocasiones en
las que te montaste más arriba del podio y tu dedo índice iluminaba a todos
aquellos a quienes negarías el derecho a la defensa, a quienes la sentencia fue
previa, sin aviso ni protesto. Y recuerdo tus palabras; y recuerdo tus
conclusiones tan coherentes, tan provenientes de ti en ese momento de gloria
autopropinada. Y ahora, te veo detrás de esos barrotes, en ese cuarto tan
oscuro como los que destinaste a tus prójimos de aquellos años. Ahora, como un
cuento repetido, como la triste historia de antes ya sabida, veo como bajas la
mirada ante una pequeña verdad; veo como tus lágrimas impiden ver con claridad
lo que pasa ahora, lo que pasó antes. Y no queda nada qué decir, sólo que lo
siento mucho.
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