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viernes, 17 de febrero de 2012

La puñalada

Después de algunos instantes supe que fue una puñalada. El metal traspasó mis costillas desde atrás y quedó ensartando la entraña. El dolor, luego de la comprensión del asunto, invadió mis hombros y fue quitando fuerzas a mis piernas ya temblorosas. Hacía tiempo que ni mis creencias del pasado me hacían arrodillar; pero ahora, solo, con esta frialdad entre mis huesos, decidí no resistir mis sobrepesos y me dejé deslizar suavemente sobre un costado. Unos segundos antes escuché el comienzo de la carrera de mi ejecutor, perdiéndose en un corredor ya sin posibilidades de persecución. Como en los relatos clásicos, comencé a ver pasajes de mi vida, pero esta vez lo hacía para saber qué pudo ocasionar esta espantosa eventualidad. Mientras la humedad irrigaba mi espalda y comenzaba a sentir algo de frío, recordaba mis explosiones desconsideradas, los momentos en que hice daño sin importar el futuro. Pero no daba con nada que mereciese este desenlace. A medida que se dormían mis manos y el hormigueo de mis pies ganaban atención, mi mirada fija en el rodapié no lograba meterse en algún episodio que dejase una promesa de venganza, de algún accidente más adelante. Entre lo borroso que llega y una tos repentina, pero casi muda, mira, la verdad no doy con el cierre de mi capítulo, tal y como lo veo y mejor cierro los ojos. Siempre pensé que dejaría este suelo de alguna manera que reivindicase esta pérdida. Siempre creí que moriría con una bandera en la mano, con un ideal en el pecho, con un abrazo defensor de los míos por delante; pero no fue así. Acabo de entender, a destiempo, inoportunamente, que cualquiera de nosotros podría morir sin ejercer el derecho a la decencia del caso, a la elegancia del momento.

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