No
digas nada: sólo mírame. No me expliques nada, sólo siéntate aquí y déjame
disfrutar de tu presencia. No digas nada, y menos si es algo genial,
inteligente. Te he visto de lejos y me gusta como sonríes, cómo caminas, cómo
disparas miradas perdidas de vez en cuando. No sé cómo es tu voz, y no me
interesa. No he sentido tu aliento, el calor de tu piel, pero me interesas
mucho. Siéntate, anda, por aquí, y no digas lo raro que te puedas sentir, lo
presa de alguna personalidad desquiciada que puedas sentirte; sólo calla y lee
en silencio esta carta que te escribí, levantando la vista cuando te de risa,
para verte bien cuando la intimidación te ataque, cuando tus mejillas se pongan
rojas. En ella escribí todo lo que me pareces, aún estando de lejos, y quiero saber,
adivinando por qué línea vas, tus reacciones ante lo que yo siento… pero no
menciones palabra alguna para que todo sea perfecto, para que no haya la más
mínima posibilidad de daño a este manto de fantasía que inventé y que no quiero
que, ni siquiera tú, el objeto de la creatividad, meta la pata y se esfume
todo.
Está bien. Ya pareces haberla leído toda. Me gustó
mucho cómo la tomaste. Soñaré con eso. Ahora, levántate, camina hacia donde
siempre te he visto y sigue tu vida, olvidando que alguien, en algún momento,
arrancó un trozo de tu alma y se fue para siempre, sin daños, sin palabras, sin
lamentos, sin exageraciones, sin dolor.
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