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sábado, 1 de octubre de 2011

Imagina la locura


Imagina que no existe la memoria, la experiencia, el aprendizaje. Imagina que las vivencias, los consejos y la prevención no existiesen. Imagina que nuestro motor fuesen siempre los impulsos alocados, apasionados, auténticos; sería una verdadera locura. Tal vez, el promedio de vida no llegaría a diez años. Pudiésemos ver cómo, en medio de la anarquía de los argumentos superficiales, vagaríamos como burbujas desde el fondo, esclavos empeñados de nuestra naturaleza impulsiva, temeraria. Serían chispazos inevitables, inmunes a las sentencias moralistas que se atrevieran. Serían gotas incontenibles de pasión, mortales por su desenfreno. Sería un espectáculo de luces tan efímeras como llenas de maravilla, de atracción letal; proyectiles en búsqueda de la máxima velocidad, de la máxima experimentación posible. Sería correr con los ojos cerrados, ignorantes de los obstáculos hasta que fuese tarde. Pero no; no somos así, por el bien del tiempo por permanecer asidos cobardemente a esta existencia. No experimentaremos nunca esas velocidades, esas carreras sonreídas a ciegas. Tendremos que conformarnos con el obsequio de muchos años adicionales, a cambio de un pobre promedio de luz que nos alcance más horas, independientemente de que temamos a la oscuridad. No tenemos la luz como motor, tenemos el miedo como freno constante de nuestro andar. Vivimos la vida de un modo en el que creamos la ilusión de más luz, fingiendo momentos de explosión a favor, sólo mediante el truco de bajar los párpados a la mitad.

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