Imagina que no existe la
memoria, la experiencia, el aprendizaje. Imagina que las vivencias, los
consejos y la prevención no existiesen. Imagina que nuestro motor fuesen
siempre los impulsos alocados, apasionados, auténticos; sería una verdadera
locura. Tal vez, el promedio de vida no llegaría a diez años. Pudiésemos ver
cómo, en medio de la anarquía de los argumentos superficiales, vagaríamos como
burbujas desde el fondo, esclavos empeñados de nuestra naturaleza impulsiva, temeraria.
Serían chispazos inevitables, inmunes a las sentencias moralistas que se
atrevieran. Serían gotas incontenibles de pasión, mortales por su desenfreno.
Sería un espectáculo de luces tan efímeras como llenas de maravilla, de
atracción letal; proyectiles en búsqueda de la máxima velocidad, de la máxima
experimentación posible. Sería correr con los ojos cerrados, ignorantes de los
obstáculos hasta que fuese tarde. Pero no; no somos así, por el bien del tiempo
por permanecer asidos cobardemente a esta existencia. No experimentaremos nunca
esas velocidades, esas carreras sonreídas a ciegas. Tendremos que conformarnos
con el obsequio de muchos años adicionales, a cambio de un pobre promedio de
luz que nos alcance más horas, independientemente de que temamos a la
oscuridad. No tenemos la luz como motor, tenemos el miedo como freno constante
de nuestro andar. Vivimos la vida de un modo en el que creamos la ilusión de
más luz, fingiendo momentos de explosión a favor, sólo mediante el truco de
bajar los párpados a la mitad.
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