Comimos de forma asquerosa. Las
normas de higiene nos saludaban desde la otra acera. El viento nos soplaba y
nos enjabonaba con la chispas de grasa que se desprendían de aquella planta
metálica, testigo inmundo de preparaciones múltiples e impunes de ese y días
anteriores. Hasta la palabra asepsia lucía opaca de polvo atrapado en la capa
de lípidos que quedaba luego de cada jornada, y la anterior, y la anterior a esa. Una
vez salidos de la enrarecida fábrica con los ojos puyúos y el engendro en la mano, los compendios de alimentos no identificados
siquiera, en los que no se podía distinguir el fin de un ingrediente y el
comienzo del otro. Era un amasijo perverso arropado de pecado, de insalubridad,
de falta de autoestima, dejando retazos regados por todo el camino al tracto:
manos, piso, puntas de pies, piernas, abdómenes hinchados, hasta dejar su
última huella en los alrededores de la boca, quien en movimientos rumiantes se
encargaba de acabar con la historia, guardando en nuestro interior lo que mal
nació y peor acabó. Ahora estamos aquí, tendidos en una silla que apenas nos
sirve, sin poder flexionar la rodilla, el cuello, la vergüenza. Un “yo si, ¿y
qué?” es el pedazo impalpable de cinismo que sale de la jeta, sin apenas
derramar más del cúmulo de porquería que nos habita.
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