El bien y el mal. Los ojos
inocentes del infante aprenden a definir figuras y movimientos, mientras sus
oídos aprenden a escuchar sonrisas y prohibiciones. “No hagas eso. Eso es malo”,
escucha cuando ensaya, aprende cuando yerra. Y va creciendo y reafirmando sus
buenos y sus malos, hasta que se siente un adolescente invencible, que defiende
lo suyo, que resiente lo distinto. Y pasa el tiempo y comienza sus guerras. Combatirá
con sofisticación de argumentos y criterios lo que no le sea afín, erigiéndose
como el héroe de la razón, como el nuevo paladín de sus conceptos, sin degradaciones
de grises por ningún flanco. Pero su blanco y negro lo irá aislando, y
retrasado por sus propios traspiés ya nadie le rendirá pleitesía como antes,
cuando era creíble. Como un ídolo vencido ganará una dosis letal de
razonamiento que lo hará retraerse y enmudecer ante el nuevo panorama de
verdades ajenas que saltan sobre él y tratan de devorarlo. Del otro lado de la
calle, sus antiguas víctimas comentan de él y se retiran con el morbo
satisfecho. Con suerte, alguien vestido de compasión se sentará a su lado y comenzará
a hablarle desde cero, con palabras grises claras y sonrisa.
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