Ya no puedo contenerme. Me siento tan
cargado de cosas indeseables, que no puedo levantarme. Como toda mala
costumbre, confié y ahora por la puerta abierta se ha inundado mi paciencia, mi
razón, mi compostura. Siento que mis ojos se ponen cada vez más brillantes, mis
párpados parecen no existir; y de repente, un rictus imponente que no
escatimará profusión en lo que sigue. De mis labios comienzan a salir todas las
palabras que debí decir, pero mal dichas, tratando de aparentar una coherencia que
resulta patológica. Mis brazos se mueven sin control, como empujando lo dicho,
lo gritado; mis ojos liberan lágrimas que caen regadas en el piso, por los
movimientos compulsivos de mi cuerpo. Se resquebraja mi voz. He dicho tanto que
mis ojos rojos, húmedos, comienzan a perder su brillo, a ganar una precaria
lucidez. Con el antebrazo limpio mi cara, mientras conservo mis vaivenes.
Todavía de pié, mis voz se apaga como si ya mis ideas adormecidas por mi
jaqueca no fluyesen. Ya puedo mirar a los lados, respirar, recordar dónde estoy
y lo que queda de mí. Sólo sollozos me acompañan en este silencio final. No sé
si tuve la razón. No sé si me excedí, si cometí un error… pero aún temblando,
me siento mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario