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miércoles, 12 de octubre de 2011

Eres un dios. Eres... mi mèdico


Llego con mis síntomas a echarte el cuento. Llego y me siento con todo el ánimo de ayudarnos, con algo leído de la red de redes, con dos o tres casos de la vida callejera, y claro, dos cuentos de vieja para descartar en tus narices para que veas que estoy en algo. Llego con el ánimo, pues de brindarte un diagnóstico casi paramédico y una concusión para que sólo pongas tu firma en la receta. Pero no, no resulta de esa manera. Como todo un caballero que eres, como un profesional con vocación social, me has escuchado con sosteniéndote el bigote y la barba con tu mano derecha. Ha llegado el momento de hablar, y mientras te incorporas desde tu pose de suma atención, una exhalación te lleva de nuevo al espaldar antes de joder todo mi escenario, mi montaje teórico. Me preguntas que de dónde coño saqué todo eso. Con una risa casi carcajeada, me indicas lo loco de esto y de aquello que dije con tanta certeza. La burlita de la ironía fue disparada una y otra vez hasta sentirme realmente enfermo. Qué desastre. Avanzada la consulta, me hacía preguntas a las que no le veía sentido; enfatizaba en cosas enrevesadas y de las que no leí en ninguna de mis sesiones internéticas. Al dictar su diagnóstico, se acercó a mí, y delante de veintipico de diplomas me dijo una vaina que ni escuché, mientras a gritos, mi cabeza no podía sino sentirse impotente por el hecho de que yo era sólo, cómo decir, un paciente (o que más me dio arrechera fue la palmadita en la cabeza).

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