Llego con mis síntomas a echarte el cuento. Llego y me siento con todo
el ánimo de ayudarnos, con algo leído de la red de redes, con dos o tres casos
de la vida callejera, y claro, dos cuentos de vieja para descartar en tus narices
para que veas que estoy en algo. Llego con el ánimo, pues de brindarte un
diagnóstico casi paramédico y una concusión para que sólo pongas tu firma en la
receta. Pero no, no resulta de esa manera. Como todo un caballero que eres,
como un profesional con vocación social, me has escuchado con sosteniéndote el
bigote y la barba con tu mano derecha. Ha llegado el momento de hablar, y
mientras te incorporas desde tu pose de suma atención, una exhalación te lleva
de nuevo al espaldar antes de joder todo mi escenario, mi montaje teórico. Me
preguntas que de dónde coño saqué todo eso. Con una risa casi carcajeada, me
indicas lo loco de esto y de aquello que dije con tanta certeza. La burlita de
la ironía fue disparada una y otra vez hasta sentirme realmente enfermo. Qué
desastre. Avanzada la consulta, me hacía preguntas a las que no le veía
sentido; enfatizaba en cosas enrevesadas y de las que no leí en ninguna de mis
sesiones internéticas. Al dictar su diagnóstico, se acercó a mí, y delante de
veintipico de diplomas me dijo una vaina que ni escuché, mientras a gritos, mi
cabeza no podía sino sentirse impotente por el hecho de que yo era sólo, cómo
decir, un paciente (o que más me dio arrechera fue la palmadita en la cabeza).
No hay comentarios:
Publicar un comentario