Recuerdo que de niño
tenía un amigo con quien conversaba de vez en cuando, desde mi timidez; de
quien escuchaba historias muy entretenidas, al
punto de perder la noción del tiempo. Era el viejo Julián, quien era un
vecino nuestro a eso de mis diez años. Julián murió luego, después de que nos
mudamos, dejando ese mal sabor de la pérdida de alguien que se alegraba cuando
te veía sentado enfrente de la casa y se sentaba a tu lado como el mejor de los
amiguitos. Julián era como un maestro en mis tiempos libres; mientras mis
padres estaban trabajando y llegaban en la noche al barrio a dedicarme sus
minutos de amor cansado, ya Julián había hecho parte del trabajo. Recuerdo que
en esas aproximaciones a monólogo del viejo se comenzaban a mostrar algunos
valores, como la honestidad y la solidaridad. La simpatía pedagógica de mi
amigo era, pensándolo ahora, su herramienta para colaborar con mi crianza, para
dejar muy cerca de mí algunas opciones a utilizar en el futuro. Ya Julián no
está, pero muchas de sus enseñanzas permanecen útiles en mi camino… cosa que
siempre agradeceré. Por cierto, recordándolo ahora y sin preguntarle a mis
viejos o a los vecinos de entonces, no supe nunca la religión de Julián, su
tendencia política, sus preferencias filosóficas; seguro las tenía, porque a
veces lo veía discutiendo con los otros
viejos en términos no entendibles para mí. Lo único que sé es que al
momento de hablar, Julián poseía el don de maravillar a un niño de diez años
con la idea de hacer el bien; y yo, en retribución, le dedicaba mis momentos
libres de prejuicio a aquel vecino que la vida me regaló.
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