Siempre te veía de lejos,
así como ahora. Siempre la distancia te favorecía; tu sonrisa, tus palabras
inaudibles, tus gestos, eran arropados por mis ideales, por mi deseo
desprendido de algo que no conocía. La gente que te rodeaba te brindaba
exactamente lo que esperabas de cualquiera: atención. De ahí, tu bienestar
aparente, ese bienestar que mi ilusión deseaba que compartieras conmigo. Pero
hubo la decisión. La distancia comenzó a desaparecer. Los metros fueron siendo
cada vez menos con cada paso que daba, con cada empujón que el entusiasmo,
ingenuamente, me daba. Y la calamidad se posó sobre mi hombro, mientras me
recitaba mi triste descubrimiento. No existía el brillo que imaginé desde la
distancia. No emanaban las palabras que esperaba. Tu sonrisa elaborada me
recibió en modo cóctel. Me convertí en tu trofeo durante efímeros segundos de
vigencia. No supe qué hacer; reí sin querer, respondía sólo porque sí, y en un
momento supe que estaba en el lugar y momento equivocados. Al ver mis pies sin
piso, usé mi honestidad para convertirme en desechable, en fuera de lugar, en
un engañado voluntario. Me fui, me alejé de nuevo. Hoy, al pié de esta
escalera, me atrevo a disfrutar de nuevo de tu presencia, con la certeza de que
hoy eres mi creación, de lejos, a salvo, con mucha tierra de por medio.
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