La moral llamó a tu puerta y abriste, como es
natural, ¿cómo más podría ser? La invitaste a pasar y sentar en tu sala
ordenada, le ofreciste café. Sacó ella una libreta de pocos años de uso y te
preguntó un trío de cosas. Quedaste atónito. Quedaste como una mesa con dos
patas. En medio de tu silencio, ella se levantó y se fue sin beber tu café. No
hablaste más por un tiempo. Resultó que no llenabas los requisitos de la moral
para pertenecer a ese selecto club. Resulta que habías tenido unos deslices,
unas tentaciones, unos malos consejeros. Resulta que el brillo pretendido era
artificial, cosmético. Resulta que no trajiste los recaudos a tiempo, y el
asunto no tenía prórroga. Sin embargo, y muy a pesar tuyo, casi sin
explicación, te sientes muy bien y hasta orgulloso. Sin embargo, no puedes
cotejar lo que sientes ahora con lo que esperabas ser. Sin embargo, y casi
afortunadamente, no lamentas el hecho, no te quejas ni te flagelas lo
suficiente como para que los demás te consideren digno.
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