Y entonces, el hombre
creó las burbujas. Puso a algunos es burbujas de miedo, de la que no podían
salir por temor al exterior. Puso a otros en burbujas de tranquilidad, en la
que todos andaban porái, como si ningún inconveniente fuese posible; de hecho, no
les ocurría. Había otras burbujas, como la de la sencillez, en la que sus
pobladores vivían sin necesitar mucha ciencia o tecnología, muchos argumentos o
criterios complejos. También estaba, por ejemplo, la burbuja de los soñadores,
en la que ellos caminaban hacia la consecución de sus sueños, de lo que los
había maravillado e inquietado desde que nacieron, y que podían perseguir sin
peros ni detractores. Había pues, toda una variedad de burbujas, cada una
distinta de la otra y predestinada, por su naturaleza, a tomar un rumbo bien
definido. Y eso fue posible porque eran burbujas. Nadie llegó a conocer la
pobreza del otro, el miedo del otro, el sueño y las satisfacciones del otro, lo
nocivo del otro. Y como buenas burbujas, cada una pensaba que eran los representantes
innegables de la humanidad, y los otros eran, bueno, los marginales. Había sólo
una burbuja que si tenía acceso total al espacio de las otras: la burbuja del
poder y la muerte.
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