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lunes, 12 de septiembre de 2011

Glu glu...


Y entonces, el hombre creó las burbujas. Puso a algunos es burbujas de miedo, de la que no podían salir por temor al exterior. Puso a otros en burbujas de tranquilidad, en la que todos andaban porái, como si ningún inconveniente fuese posible; de hecho, no les ocurría. Había otras burbujas, como la de la sencillez, en la que sus pobladores vivían sin necesitar mucha ciencia o tecnología, muchos argumentos o criterios complejos. También estaba, por ejemplo, la burbuja de los soñadores, en la que ellos caminaban hacia la consecución de sus sueños, de lo que los había maravillado e inquietado desde que nacieron, y que podían perseguir sin peros ni detractores. Había pues, toda una variedad de burbujas, cada una distinta de la otra y predestinada, por su naturaleza, a tomar un rumbo bien definido. Y eso fue posible porque eran burbujas. Nadie llegó a conocer la pobreza del otro, el miedo del otro, el sueño y las satisfacciones del otro, lo nocivo del otro. Y como buenas burbujas, cada una pensaba que eran los representantes innegables de la humanidad, y los otros eran, bueno, los marginales. Había sólo una burbuja que si tenía acceso total al espacio de las otras: la burbuja del poder y la muerte.

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