Ahí estaba, en el mismo
rincón de hace días, en el sórdido local. Las luces no lo buscaban ya, no
importaba a nadie. Ya no era un cliente; se había convertido en adicto de la
oscuridad, del torbellino inaudible, de toda la basura que entraba por cada
orificio dispuesto. Sus párpados pesados sobre sus ojos entreabiertos ya no
bastaban para agarrar el vaso de licor derramado para acercarlo; sus manos
ciegas habrían de ayudar en su lugar. Un sorbo que cae en el pecho y a
recostarse de nuevo en el cuero fétido que lo abrigaba. Abajo, la multitud desvanecida
entre ecos se movía de un lado a otro con el ritmo electrizante de las mezclas
de trance. Decenas de embriagueces vestidas de gris y metal bailaban a un ritmo
que ya no seguían, que no entendían. La pestilencia del cigarro, el alcohol y
demás porquerías se adhería como una caricia maldita a cualquier cuerpo, a
cualquier objeto en el lugar, especialmente en los escombros de la conciencia. La
vibración que producía el sonido le alimentaba el hueco que sentía en la
cabeza, en su pecho. El otro cigarro también se había consumido entre sus dedos
amarillentos, y sin sentir el calor que quemaba, se fabricaba cicatrices en sus
manos, en sus labios. De repente, una figura muy distinta del entorno entraba
al local y buscando con su vista entre las cortinas, los espaldares, el mareo,
preguntó al barman. Viró su mirada hacia el balcón y subió por la escalera de
caracol en carrera. Al aproximarse, una lágrima apagó el cigarrillo que consumía
ya el pantalón de aquel miserable. Lo levantó hasta sentarlo, y entre palabras
de consuelo, de esperanza, de afecto, buscaba en sus ojos para asirse de él de
alguna manera. Ella le increpaba, le conminaba, y entre abrazos y besos apurados
sólo lograba una silueta muda en sus ojos ya apagados. De pronto, los párpados
del desahuciado se abrieron como una flor efímera, en un último esfuerzo para
dejar salir un “te amo” sonreído. Pero se vació el rostro. Los brazos cayeron y
los ojos se cerraron al fin. Se reanudaba de nuevo el ruido del sitio en sus
oídos. No hubo nada más qué hacer con ese cuerpo regado en el rincón; y
mientras ella se levantaba de la escena desastrosa, retrocediendo para no ver
más, bajó y se perdió entre la misma multitud mugrienta que la vio llegar hacía
tan sólo unos segundos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario