Comenzaste con la
autoridad de decir las cosas, y yo te escuché. Comenzaste por ser el referente
al momento de actuar, y actué. Todo lindo, todo ideal, hasta que comprendí que
tus imperfecciones existían. No eras perfecto. No eras infalible. Y como buen
resentido, me lancé a los brazos del otro extremo, de lo opuesto, con la
esperanza ilusa de un ciego al guiñar los ojos. Pero las cosas no eran tan
fáciles como correr al otro lado. Mis pretendidos principios, furiosamente
firmes, incólumes, comenzaron a doler, a quemar, y no vi otra opción que
quitármelos de encima para evitar el sufrimiento. No sé qué llegó primero, si
comprender lo extraordinario que seguías siendo para mí, o lo manchada que
debía ser una vida de la que ya no me puedo bajar.
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