Perdí el deseo. No sé qué accidente
sufrí, pero ya no siento la ansiedad que me solía embargar. Parado
en la avenida, mirando a mi derredor, sigo con la vista a las damas
cuyo estereotipo acostumbraba admirar, pero el apetito ha
desaparecido. Lo primero que ocurre es una sensación de espanto, y
en medio de la duda, descubro que no he cambiado de equipo, que de
hecho, en este momento ya no tengo equipo. Y en esta anestesia que no
sé si es temporal, el panorama cambia radicalmente. Los colores
cálidos se enfrían y todo comienza a ser mucho más nítido, sin
curvaturas caprichosas, sin mentiras, sin prejuicios, sin temores. En
pocas horas he descubierto que la falta de apego irracional se ha
extendido a las otras áreas de mi existencia, dejando poco a poco de
forcejear conmigo, con el otro, con el resto. Amaneció el día de
hoy, y con la luz del nuevo día me desarropo y la mitad de mi cuerpo
ha ido desapareciendo a la vista, mostrando una transparencia que no
duele. No estoy preocupado. No temo lo que pasará. Siento que se va
abriendo una puerta que deja pasar una luz intensa que irradia paz,
que no encandila mientras parece inocularme brillo en la mirada,
parsimonia a mi corazón. En un rato indeterminado, siento no sentir
con la piel y dejo mi cuerpo colgado en la ventana, elevándome a
pocos metros sobre el suelo, en un vórtice de silencio pintoresco,
de un torbellino de arrullos, de algo que tal vez había soñado pero
creí imposible.
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