Entré en el vagón de las cinco de la
tarde, repleto de gente, como siempre, y sentí inmediatamente el
abrazo del calor por la falta de aire acondicionado. Las personas
alrededor se lamentaban y abanicaban, quejándose de la falla en el
servicio; pero no hay mucha alternativa cuando se esta apurado, por
lo que todos permanecíamos allí. Como es usual, cuando estoy en
esas situaciones, trato de no moverme, forcejear, gestualizar, para
evitar sofocarme, como el resto. Se detuvo el tren en la próxima
estación y entraste, no teniendo más lugar donde permanecer que
enfrente de mi. Dado el apretujamiento, lo normal fue verte de reojo.
Tu pelo largo, brillante, caía en tus hombros y acariciaba la blusa
blanca que te adornaba el torso delgado, delicado, elegante. Tu
mirada, acostumbrada a los piropos y los ojos indiscretos, se perdía
en el suelo, mientras tu brazo pasaba faltándome el respeto,
colgado, casi amordazándome. El vagón se detuvo en el túnel, entre
estaciones, y el calor no tardó en inquietarte. La piel encima de
tus labios comenzó a brillar, y tu frente se unió al ritual
colectivo de la transpiración. No podía ni quería evitar mirarte.
Tu mejilla, muy cerca de la mía, mostraba un rubor propio de la
temperatura del sitio. Ahí si comencé a sudar con la propiedad de
quien se altera por algún estímulo divino a nula distancia, como
tú. Con la excusa de secar mi frente, miraba el rocío que brotaba
de tu pecho y comenzaba a deslizarse hacia tus senos, mojando la
blusa que transparentaba tus colores íntimos. Pude sentir tu aliento
en una exalación que dejaste escapar como queja por la parálisis
del vehículo. El aviso del operador por los parlantes anunciando que
pronto continuaremos la marcha, hizo levantar tu mirada y clavarla en
la mía, aún entretenida en tus pechos relajados. Al saberte molesta
por mi osadía de macho primitivo, paseé mis ojos fuera de los
tuyos, pero aún en tu rostro, en el cabello adherido a tu frente
humedecida. No pude evitar que mi cuerpo se despertara ante el
bombardeo de feromonas con los que abofeteadas mis sentidos ya
apabullados. Al fin avanzó el tren, encendiéndose, súbitamente, el
aire acondicionado. Hubo suspiros de alivio masivo, mientras recogías
tu pelo y exponías tu cuello y hombros al refresco del
compartimiento. Esta vez, ante la nueva coquetería del destino, ante
tus pezones arropados por el frío repentino, preferí quitarte la
vista y alejarme, si eso fuese posible, de la fuente grosera de la
tentación. Abrióse la puerta del vagón y preferí bajarme antes de
ser pillado en alguna travesura descontrolada, en alguna expresión
animal que sentí que sobrevenía. Di un paso atrás, saliendo al
andén, al mismo tiempo que te acomodabas y quedabas de frente al
cristal de la puerta. Entonces no te quité los ojos de encima. Se
cerraba la puerta y comenzabas a alejarte, mirándome con una
insólita sonrisa que derramaba picardía. Levantando mis cejas, para
que leyeras mis labios, murmuré: Tu madre...
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