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viernes, 18 de mayo de 2012

Metro sofoque


Entré en el vagón de las cinco de la tarde, repleto de gente, como siempre, y sentí inmediatamente el abrazo del calor por la falta de aire acondicionado. Las personas alrededor se lamentaban y abanicaban, quejándose de la falla en el servicio; pero no hay mucha alternativa cuando se esta apurado, por lo que todos permanecíamos allí. Como es usual, cuando estoy en esas situaciones, trato de no moverme, forcejear, gestualizar, para evitar sofocarme, como el resto. Se detuvo el tren en la próxima estación y entraste, no teniendo más lugar donde permanecer que enfrente de mi. Dado el apretujamiento, lo normal fue verte de reojo. Tu pelo largo, brillante, caía en tus hombros y acariciaba la blusa blanca que te adornaba el torso delgado, delicado, elegante. Tu mirada, acostumbrada a los piropos y los ojos indiscretos, se perdía en el suelo, mientras tu brazo pasaba faltándome el respeto, colgado, casi amordazándome. El vagón se detuvo en el túnel, entre estaciones, y el calor no tardó en inquietarte. La piel encima de tus labios comenzó a brillar, y tu frente se unió al ritual colectivo de la transpiración. No podía ni quería evitar mirarte. Tu mejilla, muy cerca de la mía, mostraba un rubor propio de la temperatura del sitio. Ahí si comencé a sudar con la propiedad de quien se altera por algún estímulo divino a nula distancia, como tú. Con la excusa de secar mi frente, miraba el rocío que brotaba de tu pecho y comenzaba a deslizarse hacia tus senos, mojando la blusa que transparentaba tus colores íntimos. Pude sentir tu aliento en una exalación que dejaste escapar como queja por la parálisis del vehículo. El aviso del operador por los parlantes anunciando que pronto continuaremos la marcha, hizo levantar tu mirada y clavarla en la mía, aún entretenida en tus pechos relajados. Al saberte molesta por mi osadía de macho primitivo, paseé mis ojos fuera de los tuyos, pero aún en tu rostro, en el cabello adherido a tu frente humedecida. No pude evitar que mi cuerpo se despertara ante el bombardeo de feromonas con los que abofeteadas mis sentidos ya apabullados. Al fin avanzó el tren, encendiéndose, súbitamente, el aire acondicionado. Hubo suspiros de alivio masivo, mientras recogías tu pelo y exponías tu cuello y hombros al refresco del compartimiento. Esta vez, ante la nueva coquetería del destino, ante tus pezones arropados por el frío repentino, preferí quitarte la vista y alejarme, si eso fuese posible, de la fuente grosera de la tentación. Abrióse la puerta del vagón y preferí bajarme antes de ser pillado en alguna travesura descontrolada, en alguna expresión animal que sentí que sobrevenía. Di un paso atrás, saliendo al andén, al mismo tiempo que te acomodabas y quedabas de frente al cristal de la puerta. Entonces no te quité los ojos de encima. Se cerraba la puerta y comenzabas a alejarte, mirándome con una insólita sonrisa que derramaba picardía. Levantando mis cejas, para que leyeras mis labios, murmuré: Tu madre...

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