¿Cuánto
dura el fruto del esfuerzo original, el envión que creó todo este bienestar?
¿Cuándo se vence la convicción de que se hace lo correcto, de lo que debe
prolongarse en el tiempo? Todo era para que mis hijos tuviesen lo que yo no
tuve, y nada detuviese el impulso natural de avanzar. Pero los veo, en medio de
la buena intención, del orgullo del logo de sus padres, coquetear con la
parálisis; los veo de lejos, con impotencia, sumergirse en la tentación del
despilfarro. Lo tuvieron todo, coño, y ahora lo dejan gotear sin dolor alguno,
con la seguridad ligera de que nunca se acabará. Pero no podría esperar más;
ellos crecieron sin la espada ni la pared. No podría forzarlos, transfundirles
mis dolores, mis necesidades, mis experiencias para que continúen con este
formidable producto de toda una vida… mi vida. No hubo para ellos ni el hambre
ni el frío que hace despertar y estar alerta. Tal vez sus hijos tampoco los
tengan. Por ahora, estoy seguro de que alguien debe pagar por todo este
desastre, y se me ocurren, sin duda, esas decenas de rostros que permanecen allá
abajo, en eterna carrera, transpirados de paciencia, hipnotizados por su bozal
invisible.
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