Toqué a tu puerta, y no hubo respuesta. Toqué cuando supe que estabas
ahí, que tenía tiempo para escucharme. Toqué a tu puerta cuando tenía un
patético cúmulo de cosas por liberar, pero tus oídos ensordecieron ante mi
súplica, ante mi padecimiento. Dormí recostado a tu puerta, arropado con mis
propios sollozos, arrullado con el silencio de estar afuera. Pasaban los días,
pasaba la gente, pasaba el viento, y nada que la cerradura giraba para darme
paso. Me doy cuenta de que el miedo y la incertidumbre ya han pasado antes que
yo, pero siempre te mostré, incluso, la claridad de mis confusiones… por eso no
comprendo el abandono de ese momento. Ahora mi puerta está sonando; se escuchan
palabras susurradas, solicitudes de auxilio. Luego de un rato, puedo escuchar
claramente que te deslizas por la madera sorda, cómplice…conozco ese sonido,
esa terrible textura al caer sin consuelo. Ahora, cuando soy yo quien está
dentro, en un sillón cómodo, cobijado, casi en estado somnífero, practico el
sadismo de comparar ambas posiciones, practico la duda, y hasta el malestar de
saberte afuera. Tal vez, no abra ahora. Tal vez no abra nunca. Lo que si sé es
que me he dado la libertad incondicional de probar tu desesperanza hasta saber
que soy tan culpable como tú.
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