No
puedo parar de sonreír. Es algo extraño, pero muy bienvenido. Decidí acostarme
en la hamaca, en el zaguán de la casa, mirando el cerro, viendo el atardecer, y
tengo la sensación de que algo bueno ocurrió y no me di cuenta; es como si una
buena estela de brisa fresca hubiese pasado de largo, pero muy cerca. No hago
sino recordar las mejores ocasiones, lo más hilarante, lo más afectivo. Miro
alrededor y no veo ningún letrero que me diga lo que pasa. No hay semáforos, no
hay desaprobación, no hay obstáculos. El mecer de mi hamaca parece ser el vuelo
seguro desde muy alto, desde donde nadie puede interrumpirme, donde nadie puede
argüir verdades redentoras. Desde aquí, no sé hasta dónde, no sé hasta cuándo,
pero ni siquiera queriendo, ni siquiera temiendo, podría dejar de sonreír.
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