No
vivo porque no hay tiempo. No converso porque sólo quedan cinco minutos. No
escribo porque estoy en otra cosa urgente. He estado tan ocupado. No miro a
nadie porque voy apurado. No escucho lo que me dicen porque me entretengo.
Sufro de un extraño hipnotismo que no me deja disfrutar de las cosas a las que
le paso por un lado. Me he puesto unas gríngolas muy efectivas, que sólo me
dejan caminar hacia adelante, aunque no vea nada. Hace tiempo ya que no me
siento en el banco de una plaza, a la orilla del mar, a tan sólo mirar por la
ventana. Siempre hay cosas en qué pensar urgentemente, cosas en qué
mortificarse. Proliferaron alrededor hoyos negros de placeres, afectos,
amabilidades, cortesías. Son huracanes que sólo dejan adrenalina de la mala,
veneno para la vida fuera y dentro; son olas que arrastran lo mejor de nosotros
y lo dejan tirado en algún sitio, al parecer, irrescatable. Cuando sumo los
segundos de hombro partido que me hacen falta para ser feliz, me espanto por lo
poco requerido y me comienzo a hacer responsable por mi propio aislamiento,
hacia afuera, hacia adentro.
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