Convocaré a mi fiesta
virtual. Dije virtual. Mis sesenta amigos están cordialmente invitados para el
sábado a eso de las ocho de la noche. Ya les transferí a sus cuentas para que
compren sus pasapalos y bebidas preferidas, y así no se quejan de mis preferencias
particulares. Podrán colocar la música que mejor les parezca e invitar a
cuantos más les agrade –total, es su casa-. El chat se abrirá después de enviar
los 60 mensajes de inicio, que será abrir la puerta a la celebración. Es importante
que no se malentienda; no quiero que se aparezcan por mi casa ni que traigan
pan de jamón o vino. Lamentablemente, no los podré recibir, porque, entre otras
cosas, estaré en ropa interior y babuchas. Pondremos nuestras mejores fotos de
perfil, esas de cuando estábamos buenos, de cuando sonreíamos sin complejos. Podremos
decir lo que queramos sin temor, sin mostrar la cara de vergüenza o desagrado
con los demás invitados. Podremos bostezar sin temor de ser descorteces, ir al
baño y decir que fue un momento de reflexión ausente. La velocidad o precisión de
tecleo nos irá diciendo quiénes van saliendo a la ebriedad redentora, para
comenzar con juicios y sentencias que no serían posibles en cuerpo presente. Al
final de la reunión, cuando ese espacio etéreo de argumentos y copas en la mano
derecha se comience a desvanecer, se colocarán los “me gustas” respectivos y
los que lograron saberse insoportables entre sí retirarán el habla de la mejor
manera, sin violencia, sólo con algunos puntos suspensivos. Y así será como no
habrá fotos ni grabaciones que den fe de tal evento, oculto para los vecinos,
para los familiares y amigos no tan amigos; sin llevar a nadie al Metro, a casa,
en medio de la oscuridad amenazante.
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