Mientras explicabas la
influencia del bióxido de carbono en el efecto invernadero del planeta, sólo
podía ver tus manos volar e imaginar una caricia. Mientras disertabas acerca de
la gravedad, de las mareas, me extasiaba con la pasión con la que el tema te
arranca ese brillo de tus ojos. Mientras analizabas las doctrinas políticas y cómo afecta los estilos de vida de los seres humanos, me enamoré de tu
sonrisa. Sólo podía ver los efectos que estar allí, parada, gestualizando,
riendo, avergonzándote, tenía en ti. No podía ni quería quitar mi vista de esa
figura iluminada, que se movía frente a la audiencia, de un lado a otro. En
pocos minutos llegué a adorar esa fábrica de argumentos, adornados con esa voz
angelical. Inexorablemente, fui succionado por aquella preciosa aparición que
me fue regalada por la ciencia.
Discúlpame,
por favor, que después de dos horas de explicaciones, de brillantes
conclusiones, al ser interrogado, sólo pude decir, entre temblores y claros de
garganta: “¿Perdón? la pregunta fue lo único que no entendí”
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