Cuando era joven caminaba por las
calles sin captar la atención de nadie. Tampoco era un deseo, aunque
si notaba lo inadvertido que pasaba. El tiempo fue avanzando y la
buena vida se hizo presente, aunque conservando mi anonimato en la
calle. Llegó un momento ideal en el que podía sentirme bien sin que
me hiciera falta nada accesorio. Un tropiezo en el camino hizo que el
mundo cambiase y la buena vida no era tan buena, teniendo que
recurrir a recursos insospechados, afortunadamente existentes y
disponibles para mí. En ese momento de circunstancia, comenzó a
ocurrir algo que no tenía previsto. En la calle, en los pasillos,
dondequiera que iba las personas comenzaban a saludarme sin siquiera
conocerme. Poco a poco me iba dando cuenta lo notorio que era. No
sólo era el saludo; las personas me buscaban conversación, como
para acercarse y saber no sé qué de mí, o hasta para compartir un
momento grato, pocas veces asequible. No eran raras las
calificaciones cariñosas de “maestro”, “doctor”, “jefe”.
Fue así como mi anonimato desapareció y mis posibilidades de
relacionarme con otros en la ciudad, paradójicamente, iba en
descenso. En este momento estoy así, dispensando sonrisas,
expendiendo tertulias, proveyendo algo de lo que otros creen ver en
mí. Tengo cara de jefe, de jefe simpático. Con todo lo difícil que
se me hace en este momento instruirme a mí mismo a hacer algo, los
demás creen que lo ejerzo a cabalidad sobre otros. Ahora, mientras
la calva se expande, mientras las canas me pueblan, mi carácter de
directivo va en ascenso mientras la realidad es mucho más humilde.
Creo que me jodí. Creo que mientras más viejo sea, me iré
perfilando como el ejemplo aparente para otros, como alguien a quien
se debe saludar a como dé lugar, porque no se sabe si más adelante
se necesite. Cuando algún día desaparezca, habrán misteriosas
portadas de revistas con mis fotos; habrán comentarios entre los que
se cruzaron adrede para conversarme; habrán obituarios comentados en
la calle, señalados por quienes quedaron con la duda de quién
carajo era aquel hombre encantador de párpados caídos y frente
arrugada que les dijo bien de su capacidad, de su riqueza interior,
de su posibilidad de surgimiento.
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