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lunes, 21 de noviembre de 2011

La viejita del tren

Se vació un puesto en el ya desahogado vagón. Lo estaba esperando desde hacía veinte minutos, y ahí estaba. Sin embargo, al otro lado del vagón, una viejita se emocionó tanto como yo  y arrancó, en la medida de sus posibilidades, a caminar para acá. Miré el puesto y levanté la vista; sonreí a la viejecita, pero sin dejar de acercarme al lugar disponible con actitud amenazante. Aquel ser que se había desgastado a los largo de la existencia y ahora merecía más la atención del entorno, dejó de sonreír cuando me vio que monté la rodilla en el asiento, como marcando el terreno como propio. De pronto hubo una tensión creciente entre la señora que venía engarzando los aros del techo, cual señor de los primates, al tiempo que yo pasaba la mano lentamente por el plástico a modo de acomodo de mi sitio y sin dejar de verla. Cuando faltaban sólo unos dos metros para que la doñita desesperada y con cara de “no creo que lo vayas a hacer”, me dejé deslizar por el espaldar hasta caer en medio de aquél preciado bien. Con un frenazo que no pude prever, la viejecita llegó a mi lado, casi a la altura de mi cara y me clavó la vista de derrota en mi frente. Yo, tan ocurrente como siempre, me reí y le dije: “mentira, abuela, siéntese aquí”. Al dejarle el puesto libre, se volvió hacia mí y exclamó, después del carterazo lleno de frascos de pastillas: “¡Gracias...!, ¡Y esto es pa que respetes, patiquincito!”.

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