La pelona pasó cerca esta vez.
Mientras sentado a la ventana del tren, se escuchó el estruendo.
Entre el estremecimiento, la breve parálisis y la comprensión de lo
que acababa de ocurrir, recibí en mi regazo al compañero de viaje y
a su sangre esparcida por el impacto. Sólo recuerdo que el ejecutor
murmuró un inaudible sarcasmo de despedida antes de salir del vagón
con pasmosa tranquilidad. Las damas gritaban su conmoción. Los
caballeron no sabían si salir de la escena o levantar el cuerpo
marchito de la víctima. Por mi parte, quedé en un trance de morbo
que me permitía observar, con un detalle inédito en mí, el cráneo
horadado, los restos de una mirada quieta y los brazos desgarbados
del vecino que dejó de ser. Llegó el cuerpo de rescate, que con
disciplina ejemplar retiró el cuerpo que invadía mis posibilidades
de levantarme y ejercer el pánico normalmente. Pegó cerca esta vez,
pensé con los ojos pelados. Por venganza, por equivocación o por la
más purita maldad, la bala pasó a mi lado como observándome y
diciendo “nos estamos viendo...”. Zape gato.
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