El frutero me dijo que te cuidara. El
señor del kiosko me pidió que te atendiera muy bien. El zapatero,
mirándome con una sonrisa, me recomendó que te conservara. La
señora del café me habló muy bien de ti -se ve que te conoce-. Más
tardecito, mientras me comía una empanada, el viejo servía el café
negro mientras te defendía. Así pasó el día en la parroquia,
entre el séquito de tu defensa y mi agrado por tal hallazgo. De
vuelta a casa, después de sacar cuentass y quedar tablas, el taxista
sobrevino y me dijo que si terminaba contigo lo que estaba era
tostao. Ante tal manifestación, totalmente parcializada a tu favor;
ante la avalancha de almas a las que cautivaste impunemente, y con
este corazón vapuleado por la soledad y la extrañeza, sólo me
queda ceder ante la sabiduría popular.
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