Sentado
en el asiento oscuro de mi carro. La penumbra y la brisa que venía del mar a
burlarse de mí, no dejaban que nadie que pasase por el sitio supiese de mi
existencia, de mi miserable existencia. El brillo ocasional de los faros que
pasan descubre mis mejillas bañadas de lágrimas ya casi secas. La botella de
ron preferida de siempre agarrada a mi mano, su fondo casi descubierto destila
el olor que envuelve mi aliento desganado. Música... no recuerdo qué música,
pero el volumen de la canción de turno comenzó a mover recuerdos, reproches, y
las lágrimas recorrieron de nuevo el camino casi seco de hace unos minutos. Ya mis
ojos no giran, no ven; la mirada perdida, enferma, anestesiada, se fijó en el
horizonte de enfrente. El sudor habita mi frente, y de las sienes se despega
una gota para caer en mi pecho desolado, casi inanimado.Ya mis oídos dejaron de
escuchar, y la llave del carro gira para encenderse por última vez. Un
sollozo, un silencio profundo, la
soledad en su expresión de mayor sadismo; todo dispuesto para un último
movimiento, un movimiento definitivo, sin mañana. Sólo faltaba una señal, un
aviso, para acometer el último vuelo, el vuelo lapidario, el vuelo que
terminaría con lo malo y con lo bueno de este camino que ya no soporto. En un
momento que ya no recuerdo bien, del cielo oscuro, nublado, surgió la cara
blanca, deslumbrante, desafiante de la luna; por entre la bruma, la neblina, la
burla, el desespero; por entre los brazos imaginarios que se abrían de esa luna
y sus nubes, escuché el susurro que me invitaba a andar, a avanzar hacia esa
imagen que mi cabeza fabricaba… ante la señal inconfundible del momento, la
tristeza y mi mirada perdida, remojada en lágrimas, en sollozos, aceleré hacia
la nada, hacia el vacío, frío y fugaz precipicio que antecedió mi final
encuentro con el mar.
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