Una
leve brisa mueve mis ojos en un día gris. Sentado en un peñasco, a la orilla
del mar casi callado, miro todo y no miro nada. Me levanto y camino por el
terreno pedregoso, con las manos en los bolsillos, como buscando algo por
sacar, miro las nubes y transparentan, muy tímidamente la luz del sol. No están
las voces que solían estar. No hay que tener cuidado de los niños que podrían
tropezarme mientras juegan. Parece ser el único que pensó venir a este paraje a
no hacer nada, nada que no sea sollozar del pasado. El agua salada no llega a
mojar mis pies, a pesar de que estoy hasta las rodillas. No me hundo en la
arena. No parezco estar. Parezco ser un fantasma que pulula con nostalgia por
sus antiguos dominios, por sus fenecidos campos de triunfo. No estoy donde
describo el paisaje. No estoy, ni siquiera, en el recuerdo de los que habitaban
el sitio. Soy un muerto más muerto de lo normal, sin eternidad, sin lágrimas
ajenas dedicadas, sin una huella en el corazón de nadie.
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