Y claro, ahora soy estándar. Con mi
tesoro personal de sueños e ideas revolucionarias; después de mirar
el camino trazado cuando joven, lleno de flechas, consejos y
promesas, comencé a dar pasos entre indicaciones que no se parecían
a lo que traía, a caminar entre pasillos blancos y fríos que no me
aportaban nada... no en el momento. Pronto, caí en una gran
maquinaria, entre sillas con palancas, mesas llamadas escritorios y
un montón de papeles que me dirían cómo se esperaba que me
comportara. Me inquieté, pero quienes pasaban a mi lado, con su
etiqueta en la frente, me decían que me tranquilizase, que todo
saldría bien: que más bien iba muy avanzado para las expectativas
ajenas. La verdad, no me sentía avanzado, pero me tenía que
acostumbrar a mis nuevas sendas, que por inexperiencia, seguramente
no entendía. Seguí, subí la escalera rígida y llegué para
entonces a la mitad del ascenso. Para ese instante todo brillaba por
fuera, igual que yo, y en medio de normas, reglas, normas y muchos
noes, mi tesoro personal no era recordado ni interesaba traerlo a
colación. Esperaba órdenes, proyectos, latigazos, pero nada con mi
participación. Era de hacer notar lo impecable de mis labores,
reconocidas por los reconocedores de oficio. Fui lijado en mis
aristas de sueños. Luciendo mi flamante etiquetado, decidí sin
decidir ser molido, amasado y dejado al sereno para modelar un bozal
más conveniente, que aún ahora mal puedo entender y se siente mucho
peor cuando el dolor de la cosecha equivocada salta como fantasma
burlón.
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