A pesar de los prejuicios,
hay cierta ingenuidad que lucha por permanecer. A pesar de tantos números,
cálculos, fórmulas, unos gramos de caos levantan la mano y echan por tierra el
escritorio bien ordenado. Tantos planos y siempre salta un “no me acuerdo”, un
“yo pensé que…”. El cuadro moral esconde brillos prohibidos, punibles a todas
luces. La rudeza se desgarra en un esfuerzo máximo por sobrevivir y deja salir
el elixir increíble de la ternura aprisionada, envuelta en lágrimas. Tantos
vértices exactos, líneas rectas, espacios confinados, y la vida, excesivamente
rica en curvas, en inexactitudes, en esguinces, excesos y defectos; la
existencia vituperada, abundante en errores y aprendizajes asistemáticos, se
asfixia entre aristas y ángulos groseramente concebidos. Tanto pragmatismo y el
dolor toca la puerta desde adentro hacia afuera, dejando pasar por los flancos
destellos de nuestras posibilidades, negadas por nosotros mismos, por nuestra
terquedad y pretensión de caminar por una línea inexistente, inventada por una
morbosidad imperdonable. Ese ha de ser el peor castigo.
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