Manejo
las palabras. Las hago obedecer y expresar mi capricho de turno. Casi puedo
escuchar los aplausos por los giros casi magistrales que les doy a mis
disertaciones. Todo tiene sentido, todo se rinde ante dos o tres frases y mi
ceño fruncido. No hay objeciones; no hay ranuras por donde algún intruso pueda,
siquiera acercarse a mis dominios con intenciones adversarias y tener éxito.
Los pies separados de mi verbo garantizan sujeción, pruebas de tambaleo por las
que otros oradores rodarían estrepitosamente por el pavimento. Así, pues,
considera arrimarte a mis conversas con mucha precaución; te doy algún tiempo
para que leas, para que reúnas algunos argumentos, criterios, frases hechas y
cualquier otro artilugio que creas conveniente para resistirte a este portento
de la verborragia, de ideas derramadas brillantemente sobre la mesa.
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